martes, 22 de mayo de 2018

LOS TRES MAESTROS DE LA AUTOESTIMA




Amarse a uno mismo es sin duda el gran aprendizaje vital que todos los seres humanos hemos de realizar para poder ser verdaderamente felices y disfrutar de una vida plena. Para lograrlo, hemos de aprender de los tres grandes maestros de la autoestima: los padres, la pareja y los hijos.

Como cualquier otro proceso vinculado con el desarrollo espiritual, gozar de una sana autoestima no es un trayecto lineal, sino que se produce en espiral. En ocasiones parece que damos tres pasos hacia delante. Y en otras, dos para atrás. A veces sentimos que levitamos hacia el cielo. Y en otras, que nos hundimos en dirección al infierno… Amarnos a nosotros mismos es un camino sin meta. Es un trabajo diario sin festivos ni días libres. No en vano, el amor es el alimento que nos permite vivir con mayúsculas una existencia feliz, abundante y plena.


Durante esta interminable historia de amor, muchos nos topamos con tres grandes maestros espirituales, cuyas enseñanzas dan para toda una vida de aprendizaje. Cada uno de ellos es en sí mismo un nítido espejo donde podemos ver reflejada nuestra parte luminosa y también nuestro lado más oscuro. Y a su vez, cada uno de ellos es una pantalla donde en ocasiones, sin darnos cuenta, proyectamos lo mejor y lo peor de nosotros. Estos tres maestros de la autoestima son los padres, la pareja y los hijos.

Qué gran ironía y paradoja que las personas que supuestamente más nos quieren y queremos, son también con las que más nos perturbamos. No en vano, padres, pareja e hijos protagonizan nuestros vínculos afectivos más íntimos. Son con quienes más mostramos nuestra vulnerabilidad. Y de quienes más apegados estamos y más dependemos emocionalmente. De ahí que esperamos inconscientemente que resuelvan los conflictos internos que nosotros no sabemos resolver por nosotros mismos.

EL PRIMER MAESTRO ESPIRITUAL: LOS PADRES
“Nunca es tarde para tener una infancia feliz.”
(Milton Erickson)

Todo comienza con el día de nuestro nacimiento. Durante el parto se produce nuestra primera herida: la de separación. Nos arrancan de ese maravilloso chill-out llamado “útero” donde nos sentíamos conectados y fusionados con nuestra madre y, por ende, con el Universo entero. Y de pronto salimos al exterior, nos cortan el cordón umbilical y empezamos a sentirnos solos y separados. Aparecen un sinfín de necesidades que no podemos cubrir. Y dado que no podemos valernos por nosotros mismos, solo podemos esperar que otros se hagan cargo. Es entonces cuando nace el apego. Es decir, la creencia de que necesitamos de los demás para sentirnos seguros, queridos y felices.

Nos pasamos muchos años –tal vez demasiados– dependiendo emocionalmente de nuestros padres. Sin darnos cuenta buscamos su aprobación, su cariño, su apoyo y su comprensión, enajenándonos cada vez más de nuestro interior. Llegamos a padecer tal desconexión con nuestra verdadera esencia, que para tapar el incómodo vacío que sentimos adentro nos perdemos por completo en el afuera. Al no estar en contacto con la abundante e inagotable fuente de amor y felicidad que se encuentra en nuestro fondo interior, nos convertimos en mendigos emocionales, buscando el amor y la felicidad donde jamás la lograremos encontrar: afuera de nosotros mismos.

Durante la primera etapa de nuestra vida, nuestro niño interior va sintiéndose desvalorizado, humillado, maltratado, rechazado, abandonado y, en definitiva, muy poco querido. Y no tiene tanto que ver con cómo fueron objetivamente nuestros padres, sino con el modo en que los interpretamos de forma subjetiva. De hecho, si seguimos en guerra con ellos es simplemente porque no sabemos cómo estar en paz con nosotros mismos. En eso consiste madurar: en dejar de culpar y de culparnos, tomando las riendas de nuestra vida emocional y espiritual. Y sí, en general este camino de curación emocional viene motivado por una saturación de sufrimiento, el cual es necesario para vencer nuestra resistencia y miedo al cambio.

Para sanar nuestra autoestima, el primer gran aprendizaje vital que podemos realizar a través de nuestros padres consiste en emanciparnos emocionalmente de ellos para ser libres de su influencia psicológica. Al soltar definitivamente la mochila emocional que hemos dejado que cargaran sobre nuestros hombros, logramos por fin empezar a sanar los traumas vinculados con nuestra niñez. Esta sanación deviene cuando comprendemos que hemos tenido los padres que necesitábamos para iniciar un proceso de autoconocimiento que nos permita convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos. Para lograrlo hemos de cultivar la compasión y la aceptación, comprendiendo que nuestros padres lo han hecho lo mejor que han sabido.

EL SEGUNDO MAESTRO ESPIRITUAL: LA PAREJA
“La mayoría de parejas están compuestas por dos niños asustados y traumados que esperan mutuamente que el otro les sane sus heridas”.
(Krishnananda)

Todo lo que no resolvemos emocionalmente en relación con nuestros padres lo acabamos atrayendo y proyectando sobre nuestra pareja. En la vida nada sucede por azar o casualidad. Y si no, echemos un rápido vistazo a nuestros ex. ¿Acaso no hemos tropezado con la misma piedra con todos ellos? A menos que nos hayamos emancipado emocionalmente de nuestros padres –sintiendo paz y agradecimiento por las enseñanzas recibidas–, difícilmente sabremos ser felices por nosotros mismos en el momento presente, pudiendo establecer un vínculo sano, libre, amoroso y respetuoso con nuestra pareja.

Si no hemos ahuyentado los fantasmas de nuestro pasado, estos nos llenan de miedos e inseguridades en el presente, boicoteando inconscientemente nuestra relación sentimental. De este modo, cultivamos una relación basada en el apego y la dependencia emocional. Nuestra pareja se convierte en nuestra felicidad. Y al necesitar de ella, nos es imposible amarla, boicoteando nuestro futuro con ella.

Y no solo eso. La falta de autoestima provoca que sintamos un profundo temor a perder a nuestra pareja, la cual consideramos que es nuestro único proveedor de amor. Es entonces cuando la posesividad, los celos y el afán de control entran en acción. Y es una simple cuestión de tiempo que la relación termine dinamitando. Curiosamente, debido a la codependencia emocional, muchas parejas terminan conformándose con relaciones tóxicas de las que les es muy difícil escapar.

Gracias a este segundo maestro espiritual, tenemos la oportunidad de trabajar el desapego y la independencia emocional. Para lograrlo hemos de comprender que la única relación verdaderamente profunda y duradera es la que mantenemos con nosotros. El resto de vínculos son un juego de espejos (donde nos vemos reflejados) y de pantallas, donde nos proyectamos. Y que el auténtico amor de nuestra vida hemos de ser nosotros para nosotros mismos, pues nadie más puede hacernos felices, por más que Hollywood y Disney traten de convencernos de lo contrario. Solo así dejaremos de sentirnos una media naranja para experimentarnos como una naranja entera, pudiendo amar y respetar a nuestra pareja como lo que es: un ser completo y libre.

EL TERCER MAESTRO ESPIRITUAL: LOS HIJOS
“La mayoría de padres están dispuestos a hacer cualquier cosa por sus hijos menos dejarles ser ellos mismos”.
(Banksy)

Todo lo que no hacemos sanamos e integramos en relación con nuestros padres y nuestra pareja lo acabamos proyectando sobre nuestros hijos. Es decir, que a menos que estemos comprometidos con nuestro autoconocimiento y desarrollo espiritual, haremos con nuestros retoños lo mismo que nuestros progenitores hicieron con nosotros. A este fenómeno se le conoce como “paternidad inconsciente”. Y consiste en condicionar y adoctrinar a las nuevas generaciones con la vieja mentalidad de los adultos, obstaculizando que nuestros hijos gocen de una sana autoestima que les permita convertirse en seres humanos libres, responsables, maduros, sabios, conscientes y auténticos. Es algo que se viene produciendo de generación en generación desde el inicio de los tiempos.

Qué gran equivocación es pensar que como padres hemos venido a enseñar a nuestros hijos un sinfín de tonterías. Y qué gran revelación es comprender que hemos venido a aprender de ellos las cosas verdaderamente importantes de la vida. El reto de la “paternidad consciente” consiste precisamente en darnos cuenta de que nuestros hijos son una poderosa pantalla donde tendemos a proyectar nuestros demonios internos no resueltos, así como un reluciente espejo donde seguir viendo reflejadas nuestras sombras más oscuras.

Gracias a estos maestros espirituales personalizados, podemos cultivar el mayor aprendizaje de todos para sanar definitivamente nuestra autoestima: el amor incondicional. Y es que al amar a nuestros hijos estamos directamente amando a nuestro niño interior, trascendiendo así el linaje emocional de nuestro árbol genealógico. Solo de este modo podremos soltar a nuestros hijos a su debido tiempo, permitiendo que tomen sus propias decisiones y que cometan sus propios errores, favoreciendo que sigan su camino en la vida.

Por todo ello, aprovechemos a nuestros padres, a nuestras parejas y a nuestros hijos para confrontar nuestra ignorancia y hacer consciente nuestra sombra. Solo de este modo gozaremos de una sana autoestima, posibilitando que empleemos nuestra sabiduría interior para brillar con luz propia, irradiando amor, respeto y aceptación a todos aquellos con los que nos cruzamos en nuestro camino. Y una vez sintamos que hemos culminado este proceso de aprendizaje, no olvidemos ser educados y dar gracias a nuestros maestros por las enseñanzas recibidas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario